Recuerdo que recuerdo



 

No puedo imaginar a mi mamá de otra manera que en sus años jóvenes. Quizá sea porque yo también me recuerdo niña, y no hay nada que me guste más que volver a ser niña, sobre todo cuando era la única hija. Después llegó Javier, y por suerte yo era lo bastante grande para entender que debía compartir su cariño con ese pequeño —molesto, al principio— que llegó una mañana a la casa y de la cual, me di cuenta al poco tiempo, no se iba a ir nunca.

Mamá era fuerte. No tanto como papá, pero era fuerte. Tenía brazos seguros y jamás temí que con ella cerca me pudiera pasar algo. Y era más linda que las otras madres con las que se juntaba en la plaza cuando íbamos a jugar en el arenero. Nunca entendí cómo los otros niños podían tener madres no tan lindas y sin embargo quererlas. Admiraba a esos niños, admiraba su inmenso amor que no se fijaba en que sus madres no fueran tan lindas y, de todas maneras, las abrazaban y las besaban con un cariño ilimitado, excesivo, del mismo modo que yo besaba a mi mamá.

A papá lo veía muy poco tiempo por día. Apenas llegaba, cuando el sol ya no estaba, cenábamos y enseguida nos despedíamos hasta el otro día. Cada uno se iba a descansar. A la mañana siguiente yo volvía al colegio y él a su trabajo. En aquellos años pensaba que para mi papá era más importante el trabajo que su familia. En cambio, para mamá no había nada más importante que estar en casa y cuidarme. Será por eso que a papá siempre lo tuve en un lugar más lejano de mis afectos y muchas veces confundí el amor por él con el temor y el respeto hacia alguien que apenas conocía.

Cuando llegó Javier nuestro hogar cambió. Mi mamá ya no era del todo mía; me di cuenta que, por obligación, debía compartirla con Javier que se había transformado, durante algunos días especiales, en alguien digno de más atenciones que yo. El médico decía que era un niño sano —sano y fuerte, como mamá— pero yo no lo veía así. Cada tanto estaba enfermo. Si no le dolían las encías, tenía resfrío o vomitaba la comida o había que cambiarle muchas veces los pañales. La casa, por ese tiempo, se había tornado muy desagradable. Yo había pasado a ser alguien casi transparente y nadie se fijaba en mí, y pasaban varios días sin que me preguntaran qué tenía o qué no tenía, qué quería o que no quería, o por qué estaba enojada, porque me restregaba las manos por los ojos hasta que me salieran lágrimas y porque no hablaba tanto como antes.

Pero eso fue un tiempo. Con el correr de los años me di cuenta que Javier había llenado un espacio vacío. Era mi hermano y también mi amigo. Como yo era la mayor, le decía a qué íbamos a jugar y él me seguía. Hasta llegaba a imitar mis frases, decía los mismos chistes que yo y buscaba copiar mis gestos al hablar. Era mi sombra y me encantaba que así fuera. Alimentaba mi propia estima y me servía de compañía cuando en casa pasaba algo que desviaba la atención de mis padres. Como cuando falleció la abuela.

Una tarde de sol, un hermoso día de principios de primavera, vinieron a avisarle a mamá que su madre estaba grave. Eran mentiras, había muerto y no quisieron decírselo en el momento para que fuera preparándose para lo peor. Como fue de golpe, era necesario que asimilara la noticia. Según mi padre, mi abuela era joven aunque a mi me pareciera que tenía muchísimos años porque en esa época casi duplicaba los años de mi mamá, que era tan grande que ya había cumplido los treinta.

La tristeza de mi madre fue enorme y por un tiempo la noté muy viejita. Se había puesto como se ponen las flores que uno olvida en un florero arrinconado en el sitio más oscuro de la casa. Yo trataba de alegrarla, y todavía me acuerdo cuando mi papá le dijo: “La vida continúa”, sin agregar nada más. Era eso, la vida continúa, y a mí me pareció algo tan lógico que en ese momento no entendí cómo podía ser que a mamá no se le hubiera ocurrido que era así, que la vida sigue, que todas las noches iríamos a dormir y todas las mañanas nos despertaríamos para seguir viviendo. Era así, no había necesidad de que mi padre se lo dijera.

Por suerte el tiempo alivia y a veces borra las penas. Mamá se dio cuenta que debía seguir sin tener a su madre con ella y volvió a ocuparse de nosotros con más pasión que antes. Javier estaba más crecido y había empezado a salir con papá, sobre todo los domingos. Les gustaba el fútbol, y como a mamá y a mí nos dejaban solas podíamos aprovechar para charlar todo el tiempo y salir a pasear o a hacer compras, algo que nos apasionaba a las dos. También nos entreteníamos haciendo planes pensando de qué manera festejar los cumpleaños de cada uno. Nos daba por imaginar los vestidos que nos pondríamos y a qué amigos invitar.

En el estudio me iba bien; en cambio, a Javier no tanto. Mamá libraba una lucha constante para que no dejara de tomar los libros. Sufría por cada examen que debía dar y lo reprendía con severidad cuando lo aplazaban. Javier, pobre, no estaba dotado como estamos las mujeres para entender con tanta facilidad los textos de estudio. Cada nuevo aprendizaje era una batalla contra su torpeza para comprender lo que le enseñaban. A duras penas sorteaba los años de colegio y ni los retos de papá podían hacer que su cabeza fuera un poco más receptiva a las palabras de los profesores. Con el correr de los años fue dándose cuenta cuáles eran sus virtudes y encaminó su vida hacia la carrera que le resultaba más fácil. Si bien no era muy inteligente tenía la capacidad de ser práctico y eso lo ayudó mucho en su ubicación en la vida.

No recuerdo bien, pero creo que yo dejé los estudios apenas entré en la universidad. Eso es algo que hoy no lo tengo muy claro, porque a mí me gustaba estudiar y aquellas tareas, que para cualquier alumno eran una pesada carga, yo las sentía placenteras. Los nuevos conocimientos los tomaba como un divertimento.

Por eso no sé por qué dejé la universidad. Quizá, como soy una niña, todavía no tengo edad para estudiar allí.

Un día papá dejó de venir a casa. No fue por un tiempo corto. Dejó de venir por varios meses y cuando volvió había pasado cerca de medio año. Mamá nos explicó que las parejas no siempre duran toda la vida. Que hay veces que es mejor separarse cuando la convivencia dejó de tener sentido. Que en ocasiones uno deja de amar aquello que fue una pasión en otro tiempo. Que seguían siendo amigos y que papá sería nuestro papá siempre.

Javier, al principio, no estuvo de acuerdo con la separación y por un largo lapso no le habló a papá, incluso cuando éste venía a visitarnos. Javier siempre estuvo del lado de mamá y además era muy pequeño para entender las complejidades del corazón.

Mamá siguió sola por la vida —sola, con nosotros— y yo vi cómo iba envejeciendo año a año. Vivía para nosotros, y nosotros sabíamos, aunque nos doliera pensarlo, que también algún día íbamos a dejarla sola. Javier alargó su soltería y fue remiso a casarse por cariño a mamá, pero al final una jovencita pudo más que el amor hacia ella y dejó la casa. Yo no recuerdo que hice pero creo que también la dejé sola. Creo que me casé, pero me parece que se vino a vivir conmigo, aunque eso tampoco lo tengo muy claro. Hay veces que los recuerdos se me amontonan y son tantos que nos los puedo ver, y otras veces se evaporan en un manto neblinoso. Creo que esto último me sucede cuando se me empañan los ojos, y con los ojos empañados no puedo ver los recuerdos. Hago mucho esfuerzo, de eso estoy segura, pero los recuerdos saltan de aquí para allá y se escapan cuando quiero mirarlos. Como no se quedan quietos, no puedo verlos con claridad. Pienso que si es verdad que se vino conmigo, ¿dónde está? A veces trato de buscarla por la casa, pero no puedo encontrarla.

Una vez sorprendí a mamá mirándose en el espejo y descubriéndose las arrugas que estaban alrededor de su boca. Con sus manos se las estiraba y volvía a mirarse para verse como cuando era joven. Al final, dejó el espejo convencida de lo inútil de intentar volver atrás el tiempo. En ese momento se me cruzó por la mente que tal vez estuviera pensado en papá. Pero papá no debía estar pensando en ella. Si lo estuviera haciendo habría vuelto a casa, a quedarse, para siempre.

Mamá, sin que Javier ni yo nos diéramos cuenta, cayó en ese pozo llamado vejez y éste se la tragó sin que pudiéramos hacer nada. Un día se despertó, se sentó en la cama —creo que ya estaba viviendo conmigo y creo que yo me había casado— y dijo: “La luz”. Se quedó mirando hacia donde estaba yo, pero sin verme. Le hablé, le pregunté qué le pasaba y ella dijo, de nuevo: “La luz”. Me alarmé, quise volver a hablar, pero ella comenzó a repetir: “La luz, la luz, la luz, la luz, la luz...”, y siguió repitiendo esas dos palabras, cada tanto, durante todo el día. A la noche, se despertaba y las seguía diciendo. Fue una jornada del infierno, nos volvió locos a todos en la casa.

Los médicos que la vieron dijeron que era irreversible, que lo único que podían hacer era tratar de que llevara esa enfermedad de la mejor manera. La vejez no tiene cura, nos dijeron, y eso era algo que yo no podía entender.

Yo soy una niña, no puedo entender que las cosas sean irreversibles. No puedo entender que mi mamá, tan fuerte y tan linda, envejezca. Tampoco entiendo que yo, siendo una niña, haya descubierto, así, de golpe, que mis manos se parecen a los sarmientos de la vid. Que son nudosas, y que la piel es más grande que la carne y cuelga y está arrugada. Hoy, cuando me las miraba, las encontré salpicadas de manchas marrones parecidas a las pecas pero de un tono más desvaído, de un marrón apenas pronunciado sobre la piel con infinitas arrugas.


Jugando en una pata





Mucho más acá, en el Mundial de Chile de 1962, tuvo lugar otro de los sucesos más insólitos que se pueden dar en un campo de juego. En ese Mundial, la selección no tuvo un buen pasaje. Venía de no participar en Suecia 1958 y en el grupo que le tocó en Chile no funcionó bien. Le ganó a Colombia, pero perdió con Yugoeslavia. Le quedaba la chance de batir a la Unión Soviética para pasar de ronda, pero terminó perdiendo 2 a 1.
En esos años, el reglamento no permitía hacer cambios de jugadores, ni siquiera si estaban lesionados. A medida que pasaron los años, las reglas se modificaron hasta llegar a los cambios tácticos de hoy. En ese año, si un jugador debía abandonar la cancha por lesión, su equipo quedaba en inferioridad numérica.
Fue un partido duro, ya que ambas escuadras definían ahí su pasaje a octavos. El que perdía, se iba. Eliseo Álvarez, número cinco de Nacional de Montevideo, ocupó el puesto de lateral derecho en sustitución de Pedro Cubilla. A los veinticinco minutos del primer tiempo, en un choque con Igor Chislenko, se fracturó el tobillo.
Si salía, su equipo iba a quedar con un jugador menos y, por ese motivo, se resistió a dejar la cancha. Permaneció en el partido, corriendo casi en una pierna e intentando marcas de esa misma manera, en la búsqueda de que la celeste no fuera eliminada. En viejos videos en blanco y negro se lo puede ver corriendo, casi sin apoyar la pierna herida, intentando marcar a sus rivales. Su sacrificio no alcanzó para lograr el objetivo de seguir en el Mundial, pero el esfuerzo y el corazón celeste de Álvarez sí alcanzó para que esos noventa minutos en tierras trasandinas sean recordados para siempre. Hubo pocos casos de sacrificio tan evidente. Se es grande, tanto en el triunfo como en la derrota.
Aunque son avatares impensados, estos hechos han ido alimentando el mito de la garra charrúa, que, como explicó el historiador y académico Gerardo Caetano, surgió en la década de los años veinte «en referencia a ganar a la ofensiva, con buen juego, pero siempre sacando lo mejor de cada futbolista en los momentos más difíciles». A su vez, Alfredo Etchandy, periodista deportivo, reforzó esta idea al decir que «es ese plus que dan los uruguayos cuando parece que están vencidos, que ya no pueden dar más y aparece una fuerza interior que los lleva a seguir luchando, a seguir adelante y, muchas veces, a conseguir la victoria».
Sin el dramatismo de Eliseo Álvarez, en el Mundial de Brasil Palito Pereira cayó al suelo marcando al inglés Sterling y éste le golpeó la cabeza con su rodilla. Puede haber sido casual, pero siendo Sterling tal vez no lo fuera tanto. Lo cierto fue que Palito quedó inconsciente y el médico, presuroso, se inclinó sobre él tratando de hacerlo volver en sí. El jugador estaba desmadejado sobre el césped, por lo que el médico, mientras lo reincorporaban y lo llevaban hacia un lateral, hizo señas al banco pidiendo el cambio. En ese momento, Palito tuvo conciencia de lo que pasaba, señaló su pecho y con el mismo dedo hizo el gesto de negación. No se escuchó lo que dijo, pero no hacía falta oírlo. Sus labios se movían diciendo. «No, no, yo no salgo». No permitió que lo reemplazaran y a los pocos minutos estaba marcando rivales con la solvencia de siempre.